lunes, 31 de enero de 2011

" Tomando decisiones " por Dante gebel "

testimonio impactante

El le propone matrimonio en un arrebato de pasión y tal vez verdadero amor. Alguien decide que finalmente se dedicará a su verdadera carrera y vocación: la medicina.

Ella deja sus distracciones atrás, e ingresa al Instituto Bíblico con el propósito de prepararse para misionar en algún remoto lugar del mundo. Un adolescente toma la decisión de ser el mejor en el fútbol, y a partir de ahora, trabajará muy duro para lograrlo.

Los dos esposos finalmente concuerdan en que ella no debe abortar, y tendrán a ese hijo. Todos tienen un denominador común: decisiones fundamentales que ahora parecen sencillas, pero afectarán su propio futuro e inconscientemente, el de los demás.

El primero dejará de ser un soltero sin preocuparse por cuál jean usará el sábado, para transformarse en el eje de una familia. Otro salvará cientos de vidas en un hospital, desde una sala de emergencias. La chica que una vez decidió prepararse en el Instituto, ahora predica en un rincón de Nueva Guinea.

El otro es un reconocido futbolista y acaba de firmar un contrato millonario para jugar en Italia. La pareja que una vez decidió no abortar, hoy escucha a su hijo dar su discurso presidencial desde la Casa Blanca. Decisiones que causan un golpe cósmico en algún lugar. Decisiones que afectarán generacionalmente a otros.

Pequeñas decisiones que pasarán desapercibidas para cualquier escritor de grandes acontecimientos, pero que con el correr del tiempo, se transformarán en historia grande.

Yo tengo una historia, que habla de esas "sencillas" decisiones. Era una fría mañana de mayo, y el hombre pasaba el cumpleaños más triste de toda su existencia. Cumplía sus primeras cinco décadas de vida y el saldo no era favorable. Su esposa había enfermado hacía unos cuantos años. No importaba cuántos, habían sido eternos.

El hombre, de oficio carpintero, había visto cómo gradualmente el cáncer se llevaba lentamente a la compañera de casi toda una vida. Era una enfermedad humillante. ¿Cuándo fue la última vez que éste hombre de manos rústicas había dormido toda la noche? Casi no lo recordaba. Todo se había transformado en gris desde que el maldito cáncer llegó a casa. Su esposa no tenía el menor parecido con la foto del viejo retrato matrimonial que colgaba sobre la cama. Ahora solo era un rostro cadavérico, níveo, sin color y por debajo del peso normal de cualquier ser humano.

"-Usted es una señora adulta- había dicho el médico-, váyase a casa, y... espere.".
El hombre, temperamental y de manos rudas, sabía lo que había de esperar. Lo inevitable. Aquello que le arrebataría su esposa y la madre sus cuatro hijos. Sin piedad, sin otorgarle unos años más de gracia. El putrefacto aliento de la muerte parecía llenar la atmósfera con el pasar de los días.

La bebida era como una anestesia para el viejo carpintero. Por lo menos, por unas horas no estaba obligado a pensar. Por el tiempo que durara la borrachera, tendría un entretiempo en medio de una vida que no le daba tregua. Había cualquier tipo de alcohol diseminado por toda la casa; en el armario, la heladera, el garaje, el galpón, y hasta una botella en el aserrín de un viejo y enmohecido barril. Este era su cumpleaños. El hombre festejaba un año más de vida y un año menos junto a su esposa.

El gemido de su esposa lo despertó del letargo."-Recuerda- dijo suavemente la mujer- que hoy estamos invitados a ir a esa iglesia..."
El hombre hizo un gesto de disgusto. El había sido luterano desde su niñez y hacía años que no pisaba una iglesia. Apenas recordaba algunas canciones religiosas en idioma alemán que se entonaban en su Entre Ríos natal. Pero el pedido de su mujer no era una opción, era un ruego desesperado.

Tal vez el último deseo de quien lucha cuerpo a cuerpo con el tumor que se empecinó en invadirlo todo. Un último intento por acercarse a Dios antes de partir para siempre. El carpintero de las manos rudas y aliento a bebida blanca, asintió con la cabeza. Irán a esa iglesia que su hijo mayor les había hablado. Estaba un poco lejos, pero cuando el cáncer se instala en un hogar, a nadie le importa el tiempo. Ya nadie duerme en la casa del carpintero.

Esa noche, la del cumpleaños, el matrimonio llegó con sus dos hijos menores a la remota iglesia evangélica de algún barrio de Del Viso, Buenos Aires. El se apoyó en la pared del fondo y oyó el sermón.
"-Linda manera de festejar el cumpleaños" - habrá pensado.
Pero continuó allí con profundo respeto, viendo como su esposa lloraba frente al altar.

El casi no oyó el mensaje, pero presintió que debía acompañar a su mujer, y lentamente, el hombre que escondía botellas de alcohol en el aserrín, pasó al frente. Los dos tomaron una decisión. Aceptaron a Cristo como su suficiente Salvador. Una sencilla decisión que no pareció demasiado histórica, y estoy seguro que muy pocos, esa noche, se percataron del carpintero y su enferma esposa. Pero a ellos le cambió la vida para siempre.

Ella observó cómo el cáncer retrocedía lentamente hasta transformarse milagrosamente en un mal recuerdo. El hombre se deshizo de todas las botellas de alcohol y jamás volvió a tomar. Lo que comenzó como un mal día, terminó con una decisión que afecta el futuro para siempre.

A propósito, la historia es real y ocurrió un primero de mayo de 1975. El carpintero de las manos rudas jamás se hubiese imaginado que debido a su buena decisión, no sólo se sanaría su esposa, sino también, algún día afectaría a sus hijos. Su hijo menor, que por aquel tiempo tenía siete añitos, hoy le predica a cientos de jóvenes y entre otras cosas, escribe esta nota.

Eso es a lo que yo llamo una decisión generacional. Miles son afectados por un sencillo paso al frente. Cuando decidas a qué te vas a dedicar, con quién te vas a casar, o sencillamente pases al frente de algún altar a tomar un nuevo compromiso con el Señor, recuerda que estás escribiendo la historia. La tuya y la de los demás.

Hace poco les dije a mis padres que estaba profundamente agradecido por aquel gris primero de mayo en el que tomaron la decisión más radical de sus vidas. Les dije que cada joven que llegaba a oír mis mensajes, también le estaban agradecidos.

Y les dije, además, que siento una tremenda responsabilidad, cuando tomo una de esas "sencillas" decisiones como por ejemplo, el escribir esta nota. Porque nunca sé a quiénes y a cuántos estoy afectando. Aunque de algo estoy completamente seguro: a cada minuto de nuestras vidas, escribimos la historia.

viernes, 28 de enero de 2011

tema 3 de Dante gebel: Una iglesia que atrasa

Es increíble ver a miles de jóvenes apresados en la celda de la rutina. Sin creatividad, sin correr riesgos, atiborrados de métodos ya probados, envueltos en la tradición o en el «porque sí».
Los jóvenes cristianos del 2003 observan las generaciones pasadas y creen revolucionar el dogma por mover de un lado a otro algunos estandartes. O creen que dejan fluir la creatividad divina por danzar hasta sudar por completo o realizar alguna que otra coreografía al compás del último coro de moda. Otros se consideran pioneros por formar una banda de rock cristiano o predicar sin corbata. Pero no es la música lo que te hará innovador o una camisa hawaiana al momento de pararte detrás del estrado.
La creatividad no es una postura, es dejar fluir lo nuevo de Dios, aunque eso no sea compartido por el cónclave de la tradición. Hace unos diez o quince años pensar en una noche de concierto o una coreografía de mantos o estandartes, hubiese sido una herejía. Pero ahora, es tomado como parte de «lo medianamente aceptable» dentro de nuestro cerrado contexto religioso.
Tenemos nuestro propio lenguaje, nuestras propias canciones, nuestra manera de saludarnos y hasta nuestra manera de vestir. Nos cierra perfecto. Sabemos qué se nos está permitido y lo que ni siquiera se nos ocurriría pensar.
Nuestra idea de reunión creativa e innovadora es un mensaje ofrecido por el grupo de mimos de la congregación, que harán su pantomima durante los tres minutos de una canción, y luego pasará el pastor de jóvenes a pedir disculpas si alguien se ofendió, explicará que esta también es una manera diferente de predicar y además tratará de explicar lo que quisieron decir los mimos, ya que nadie entendió nada.
Para los cristianos, una reunión evangelística debe componerse de tres eternas horas de alabanza, media hora de adoración, alguien explicando por qué levantarán la ofrenda, y el mensaje final, no olvidando claro concluir el servicio con otra eterna media hora de alabanza para despedir a los feligreses. Los más innovadores, organizan un concierto, con muchas luces de colores, cantidades industriales de humo sofocante y un sonido capaz de perforar cualquier tímpano normal. Esa es nuestra mayor idea de creatividad para intentar ganar al mundo. Pero alguien tiene que darnos la mala noticia: «La iglesia vive en los años setenta». Hacemos todo lo que se suponía que debimos hacer hace unos treinta años. Nuestro reloj dogmático atrasa horrores y muy pocos, lamentablemente, se han percatado del asunto.
La mentalidad del cristiano promedio es que si algo resulta, hay que repetirlo hasta el hartazgo y mantenerlo por los próximos veinte años. No me imagino a los apóstoles yendo por la vida, buscando «locos de cementerios» y endemoniando cerdos. Tampoco creo que alguien acarició la idea de organizar un servicio de «salivadas» en la tierra para sanar a los ciegos de la región. O a una nueva denominación basada en transformar agua en vino.
Nos encanta lo que ya resultó y alguien pagó un precio antes que nosotros por la innovación. Siempre preferimos imitar, antes que crear.

Hace poco, llevé a un famoso productor de espectáculos a un servicio cristiano. Él se considera un «seguidor de lejos» del Señor. Nunca había visitado una iglesia. Se dedica a montar y hacer la puesta en escena de grandes obras de teatro en Broadway y en las capitales más importantes del mundo. Su concepto del show es potencialmente elevado. Nos conocimos en nuestro más reciente proyecto evangelístico, logramos cierta amistad, y aceptó mi cordial invitación a un servicio dominical.
Media hora después de lo anunciado, dio inicio la reunión. Alguien probó los micrófonos una y otra vez, mientras los músicos improvisaban y afinaban los instrumentos frenéticamente. El baterista parecía quitarse los nervios de una mala semana encima de su instrumento, antes de comenzar la primera canción. Finalmente, un joven nos invitó a ponernos de pie y comenzó la alabanza.
La primera canción duró unos doce o catorce minutos, la repetimos una y otra vez, primero las mujeres, luego los hombres, todos juntos, a capella, con palmas, sin palmas, todos juntos otra vez.
Mi amigo estaba serio. El muchacho que dirigía el servicio nos pidió que abrazáramos a dos o tres personas y le dijéramos algo así como: «Prepárate para la unción que vendrá esta noche sobre ti y te dejar* lleno de gozo...» y no recuerdo qué más.
Mi amigo estaba más serio aun. Otra canción. Ninguno de los músicos sonreía, más bien parecía que estaban en trance o, en el peor de los casos, pensando en otra cosa.
Pasó otra persona y nos volvió a pedir que le dijéramos algo al que estaba a nuestro lado y a dos o tres personas alrededor. Luego pidió un aplauso. El tecladista no entendió la seña del cantante y entonces pidió otro aplauso, que le daría el tiempo para explicarle la seña al músico.
Mi amigo me dijo al oído que se retiraba.
Mientras se abría paso a la salida, oía con asombro, que el joven anfitrión les volvía a pedir que le dijeran algo al de al lado y que luego tendrían que saltar y dar unos gritos de guerra.
En nuestra cultura, era un gran servicio de alabanza, digno de recordar. Para quien acababa de ingresar a la iglesia por primera vez, era un enorme grupo de improvisados, sin creatividad, ni sentido común.
Como es muy educado, trató de disculparse, pero me interesé en su punto de vista. Reconozco que pude haber tomado un atajo religioso. Pude haberle dicho que «él no entendía las cosas del Espíritu» y también pude haberme convencido de «que no resistió la gloria y la unción». Pero preferí ponerme en su vereda, y tratar de oírlo. Quizá podía aprender algo.
«Me sorprende», dijo, «que no haya nada preparado, ensayado, principalmente si es para Dios, como dicen. Por otra parte, cuando contrato músicos, tienen la obligación, por contrato, de sonreír mientras actúan. Ellos... solo tocaban. Además -agregó- los vi desconcertados, sin ideas de cómo seguir».
Me quedé en silencio y ensayé alguna explicación. Pero me percaté de que hacía falta una reforma. Un cambio drástico y radical de nuestros dogmas y costumbres.
Si una película se extiende más de dos horas, sentimos que se nos embota el cerebro, lo mismo pasa si un espectáculo va más allá de la hora y media. Pero somos capaces de tener cinco o seis horas de servicio.
Cierta vez llegué como predicador invitado a un país muy querido, donde se realizaba un congreso en el estadio principal. La reunión comenzó a las diez de la mañana, y eran las cinco de la tarde y habían desfilado tres oradores sin interrupción, yo era el cuarto.
«Predique tranquilo», me dijo el anfitrión a modo de consuelo, «aquí la gente está acostumbrada». Pero la multitud no estaba «acostumbrada». Tenía un hambre voraz y un cansancio mental insoportable. «El corazón resiste lo que la cola aguanta», suele decir un predicador amigo.
Los saludé con amabilidad y los envié a descansar, luego de enterarme que habían estado allí por siete largas horas.
No tenemos creatividad, escasea el sentido común. Programamos servicios y congresos para nosotros, pero espantamos al inconverso. Realizamos eventos dirigidos a quienes se supone que entienden lo que quisimos hacer, pero olvidamos al que no nos conoce ni comprende lo que queremos hacer o decir.

Dante Gebel
Adaptado de "El código del Campeón"
(Editorial Vida-Zondervan)

miércoles, 5 de enero de 2011

2° tema " Consigna de honor por Dante Gebel "

Los soldados aguardan formados, en un respetuoso silencio.
Viven los mediados de la década del sesenta. Los Estados Unidos de Norteamérica toman una decisión geopolítica de importancia. Reemplazan militar y políticamente a la decadente presencia del imperio colonial francés en Vietnam.
Entre ellos hay padres de familia con sueños propios, con metas a largo plazo. También están los más jóvenes. Algunos con novias, a punto de casarse. Otros con grandes proyectos de estudios. Y los que no tienen a nadie, excepto este grupo de camaradas que van a la guerra. Quizá, algún día soñaron con formar parte de este ejército, a lo mejor, porque no pertenecían a ningún otro lugar. Pero se les nota, muy en el fondo de la mirada, que aún son demasiado niños, aunque vistan un impecable uniforme militar.
Como sea, todos tienen muchas cosas en común.
Sueños de libertad. Deseo de pertenecer. Sed de una buena batalla, aunque suene desconocida y esté demasiado cerca.
No son guerreros de alma, son apenas una rara mezcla de hombres jóvenes, que no conocían la guerra, y unos pocos mayores con cicatrices y galardones de combate.
Pero en definitiva, son hombres.
Y aguardan, formados en el imponente hangar aéreo, alguna motivación que les de un empujón hacia la batalla.
En realidad es un duelo personal y sangriento entre estrategas del arte de la guerra.
Ahora el teniente coronel Hal Moore tiene que dar un discurso a sus soldados y sus familias en la víspera de su entrada en combate.
Entre ellos, escuchando a su marido, se encuentra la mujer de Moore, Julie, quien lo había visto levantado hasta altas horas estudiando libros de historia sobre masacres diversas, planeando una estrategia más segura para sus hombres, el Primer Batallón del Séptimo de Caballería, el mismo regimiento que comandó el general George Armstrong Custer.
El siguiente domingo, el teniente coronel Hal Moore y sus jóvenes soldados tomarán tierra en la Zona de Aterrizaje X-Ray, en el valle Ia Drang, una región de Vietnam conocida como el Valle de la Muerte.
Por eso el Coronel sabe que no será una tarea sencilla.
Moore observa a su tropa detenidamente. Y luego, lanza el desafío, y las únicas dos promesas que les podrá hacer.
-Esta no será una batalla fácil, acaso ninguna lo sea.
Pero sólo puedo prometerle dos cosas. La primera: Seré el primero en avanzar y el último en retirarme del campo de batalla. Y la segundo, les doy mi palabra de honor, que todos, vivos o muertos, regresarán a casa.
Otra historia similar. Israel, unos 1.010 años antes de Cristo.
Otro pelotón, otra tropa, pero con el mismo común denominador. Sed de nuevas batallas. Otra vez, el recurrente cuadro. Jovencitos, padres de familia, una decena de hombres de combate, cientos de novatos.
Y otro Teniente Coronel.
Este hombre tiene mil batallas y estrategias de guerra en su haber. Debe capturar Jerusalén de los Jebuseos y hacerla su capital.
El sabe que su fuerte liderazgo atrae a los jóvenes valientes y les inspira lealtad intensa, lo cual no es poco para comenzar.
Pero hay una sustancial diferencia con la historia americana. Esta vez, los soldados no esperan un discurso. Ellos son quienes van a hablar.
Un delegado, se cuadra delante del batallón, toma la palabra y levanta su voz, para que se escuche en todo el inmenso y desértico Hebrón.
-Aquí estamos, somos tu ejército. Carne de tu carne y hueso de tus huesos. Tus victorias son las nuestras y también tus derrotas. Aún cuando teníamos otro Jefe de las fuerzas armadas, eras tú quien nos sacabas a la guerra y nos volvías a traer. Como sea, siempre nos has traído de regreso a casa.
Las dos crónicas pertenecen a historias reales. La primera fue llevada a la pantalla grande de la mano del laureado director Randall Wallace e interpretada por Mel Gibson, en la famosa “We were soldiers” (Fuimos soldados).
La segunda está descrita en el capítulo 5 del segundo libro de Samuel, en el momento exacto que David es proclamado Rey de Israel, y en las horas previas a la toma de la fortaleza de Sión.
En ambas historias, aparecen los mismos muchachos que en cuestión de horas, sentirán el fragor de la batalla. Y coincidentemente, tendrán las mismas consignas. La lealtad de un ejército no se consigue peleando como una suerte de reconcentrado estratega que no se mueve de su bunker subterráneo y que como un lúcido e inescrupuloso jugador de ajedrez experimenta con sus hombres el poder real su enemigo. La lealtad, caballeros, se logra “siendo el primero en avanzar y el último en retirarse del campo de batalla”.
Como lo prometiera el Coronel Moore. O como lo hiciera, tantas veces, el mismo David. Inclusive, a éste último, más de una vez sus generales tuvieron que advertirle que no se expusiera demasiado. “Si te matan, David, apagarás la lámpara de Israel; déjanos pelear a nosotros”.
Es que no se comanda a una tropa desde el inerte escritorio de una oficina, o dibujando cronogramas en un pizarrón.
Por otra parte, es determinante, traer a la tropa de regreso a casa. La historia ha atestiguado de aquellos estadistas desalmados que han empujado a una nación a la guerra, con consecuencias trágicas. No traerlos de regreso, significa enviarlos a un suicidio en masa. Sin estrategia, sin coartadas, con armas arcaicas, sin un plan alternativo.
Quizá por eso, me fascinan ambas historias. Por sus consignas. Porque un ejército cuyo Comandante no los abandonará y los traerá de vuelta, es un batallón que traerá victorias a la bandera. Inclusive, más allá de los resultados. Porque las verdaderas batallas, no se miden por las tierras conquistadas, o las bajas enemigas. Sino por el valor de sus hombres.
Y tal vez por esa misma razón, escribo esta nota.
A través de estos años, la vida me ha topado con muchos líderes juveniles. Gente con sueños de multitudes, sedientos de victorias, con hambre de pelear contra una religión organizada que tanto daño le ha hecho a la creatividad Divina. Todos, sin excepción, con intenciones loables.
Pero he visto a muy pocos, con el código de honor del Coronel Moore o el Rey David. Y es gratificante saber que algunos, aunque muy pocos, cuentan con ese código militar divino.
Cada vez que el Señor me permite alistar a una nueva generación para la batalla, observo los mismos rostros de siempre. Muchachos a los que la vida no les ofreció la gran oportunidad de servir en una causa noble. Algunos con pocas o casi ninguna batalla significativa en su haber. Padres de familia, estudiantes, indoctos y profesionales. La mayoría, son apenas aquel grupo de “menesterosos, endeudados y marginados” que alguna vez encontraron en David a alguien que les devolviera su dignidad y los comprometiera con una causa.
Los soldados han esperado durante varias generaciones en respetuoso silencio. Obsérvalos con detenimiento. No parecen entrenados, no suenan confiables. Pero tienen lealtad, lo cual no es poco para causar una revolución militar.
Los jóvenes sólo esperan a Coroneles que no los envíen a la guerra con un simple plano de donde deben desembarcar. Están hartos de aquellos líderes que les dicen cómo pelear las mil batallas de la vida, desde el mullido sillón de una oficina. No los alentará oír otro sermón de cómo ganar. No los atraerá que sólo se les enseñe a pelear y plantar bandera.
Ellos necesitan un nuevo discurso. Alguien que les ofrezca el mismo código de honor de rey David o el Coronel Moore.
- Seremos los primeros en avanzar y los últimos en retirarnos del campo de batalla. Y todos, regresarán a casa.
Son pocos los que tienen el deseo vivo de salir a ganar a una generación junto a ellos. Reconozco esa llama sagrada. No abundan aquellos que no se han contaminado con el sistema apático y religioso, ni están detrás de un reconocimiento humano.
Son contados, aquellos que nos animamos a correr el riesgo de colocar el primer pié en territorio enemigo, con todo el precio de la crítica que eso conlleva. Orillando en la delgada línea de ser pionero y casi un mártir, por atreverse a caminar una milla extra.
Y también son muy pocos, aquellos que desean formar al ejército, brindarle el mayor arsenal posible, para que no queden tendidos en la arena de la batalla, sino que puedan estar de regreso. Para otras nuevas batallas.
Sin subestimar a nadie, recuerdo un viejo proverbio árabe que rezaba: “Un ejército de ovejas comandado por un león derrotaría a un ejército de leones comandado por una oveja”. Y se que en el Reino, hay muchos de esos potenciales leones, que puede transformar a un grupo de proscriptos a los que la vida dejó fuera de las grandes ligas, en valientes estrategas de guerra.
Me gusta cuando el ejército es quien decide los honores. Me fascina y llena mi corazón cuando el reconocimiento nace fuera del oficialismo religioso, y luego, a las grandes comisiones, solo les restará reconocer lo que el pueblo ya ha otorgado por mérito.

Debo confesar que soy adepto a que sea la prensa, los inconversos, o los mismos jóvenes quienes un día, en un contemporáneo monte de Hebrón, reconozcan a quienes los conducen a la guerra.
Es que los diplomas nunca enviaron a nadie a la batalla, necesariamente.
Esto recién comienza, pero hay un grupo de hombres, allá afuera, que reconoce a estos líderes jóvenes como aquellos que los han comprometido con una causa noble y por la que vale la pena pelear. Y es esa misma, la razón por la que me agrada escribir este artículo.
Y ahora, echa un último vistazo a la tropa. Como dije, algunos parecen niños. La mayoría son novatos, y muy pocos tienen experiencia de guerra. Pero poseen un denominador común. Un adjetivo que los hace, en algún punto, exactamente iguales.
Tienen una consigna de honor.
Dante Gebel

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